26 marzo 2007

Leyendo Los girasoles ciegos de Alberto Méndez y Tombuctú de Paul Auster

Alberto Méndez fue un tipo curioso, estuvo vinculado durante toda su vida al mundo editorial, de una u otra manera, hasta que finalmente se decide a publicar su primera obra, Los girasoles ciegos, para morir pocos meses después. A través del boca oreja, el libro se ha convertido en un pequeño éxito editorial aunque él no llegó practicamente a saborearlo.

El libro está compuesto de cuatro relatos breves ambientados en la Guerra Civil o inmediatamente después. Son cuentos de perdedores, todos de un alto nivel narrativo y de una gran calidad, que reconstruyen nuestra memoria colectiva. Desde el militar del bando nacional que deserta porque su bando solo quería aniquilar al otro y no ganar la guerra, al del hombre recluido en su armario que asiste impotente a la humillación de su familia. Aunque, seguramente, el sobrecogedor segundo relato (que se había publicado anteriormente en solitario y que ya había sido premiado), el del joven poeta adolescente que huye por las montañas con su mujer embarazada, sea el mejor de ellos. Muy recomendable.

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El siguiente libro, en cambio, no lo recomiendo. Tombuctú es una novela pesada, que se hace interminable. Auster nos propone seguir las vicisitudes de un perro y sus cambios de dueño vistos desde el punto de vista del can. El autor intenta ser gracioso, pero lo único que consigue es que deseemos que un tráiler pase cuanto antes por encima del chucho y se termine la novela.

Seamos claros, Auster en un buen autor (tampoco he oído nunca a la crítica decir que sea el gran autor contemporáneo), buen exponente de la posmodernidad y que cuenta con el favor del público, pero al que yo creo le falta un punto para ser uno de los grandes. (¡Ojo! No se me maliterprete, sigue siendo un tipo interesante, al que pienso seguir leyendo, y que ha firmado buenas obras como El libro de las ilusiones; su filme, por cierto, Lulu on the bridge, es un peñazo.) Veremos que tal la siguiente.

22 marzo 2007

Viendo Berlín-Occidente (1948) de Billy Wilder y El verdugo (1963) de Luis G. Berlanga

Bien amigos, hablemos hoy de dos clásicos vistos recientemente, porque no sólo de estrenos vive el hombre.

Berlín-Occidente (A Foreign Affair): Aunque prefiero otros filmes del maestro Wilder, ésta es una gran película ojo, que nadie se quede sin verla si tiene la oportunidad. Como siempre la Dietrich está espléndida en su papel de vampiresa. El filme aprovecha los escenarios reales del Berlín en ruinas, para narrar una historia de estraperlistas, supervivientes y ex colaboracionistas nazis en clave agridulce.

No es casual que la película recuerde otras rodadas por aquellas mismas fechas como la gélida Alemania año cero de Rossellini. Ambas son películas que nacen en la posguerra de la segunda guerra mundial. En cambio, hoy día, parece que nadie es capaz de acercarse de la misma manera a los conflictos contemporáneos, ya sea en la supuesta posguerra (o guerra civil) iraquí como en alguno de los olvidados conflictos africanos. Algo falla.

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El verdugo es uno de esos filmes que hay que ver cada cierto tiempo. Una obra maestra de la historia del cine, no sólo de nuestra filmografía y que cuenta, también, con uno de los mejores actores del celuloide, Pepe Isbert (estoy seguro que de haber nacido en Estados Unidos hubiera sido uno de esos admirables secundarios, como Ward Bond o Walter Brennan, que aparecían en los filmes de John Ford).

Poco decir que nadie sepa sobre su argumento. Me quede sobrecogido, como siempre, con ese admirable plano-secuencia del yerno de Isbert y futuro verdugo cuando tiene que ajusticiar al reo. Empieza en su rostro descompuesto y acaba empequeñecido en un gran plano general. Ahí la comedía que puebla el filme se torna de golpe en un grito angustioso para el espectador.

Esa escena me trajo a la mente los versos de John Donne (que dieron título a la novela de Hemingway y que muy probablemente Berlanga tuviera en mente al rodarla):

La muerte de cualquier hombre me disminuye,
Porque soy una parte de la humanidad.
Por eso no preguntes nunca
Por quien doblan las campanas,
Están doblando por ti.

19 marzo 2007

¡He vuelto! Viendo Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima (2007) de Clint Eastwood

Sí amigos, ya podéis respirar aliviados, vuestros días de luto han terminado, ha vuelto vuesto héroe favorito Super Zelig. Y en estos días inciertos en que vivir es un arte (que cantaban aquéllos) han pasado muchas cosas, entre ellas, el ágape conmemorativo de la porra de los Oscar. No estaría de más que los asistentes a dicho evento dedicaran unas líneas a explicar lo que allí acontenció, en especial la ganadora, O. Bronski que, como es costumbre, debería hacer la crónica de sociedad del tiberio.

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Y bien, entremos en harina, como le prometí al señor Lev voy a esbozar sucintamente unas líneas sobre los recientes trabajos de Eastwood; ya le dije que actualizaría el lunes, lo que no especifiqué es cuál de ellos:

Banderas de nuestros padres es un filme correcto, pero que, para mi gusto, se recrea en exceso en las escenas bélicas, escenas que, dicho sea de paso, desde Salvar al soldado Ryan se repiten de forma idéntica en todos los filmes del género. La idea de narrar en paralelo mediante flash-backs la toma de la isla y la historia de los chicos una vez les obligan a regresar como héroes es un acierto. No obstante, creo que es muy superior Cartas desde Iwo Jima, aquí sí, Eastwood se luce. La interpretación de los actores es excelente, reflejan perfectamente las contradicciones de los japoneses en su lucha, mucho más creíbles o humanizados frente al estigma heroico con el que se suelen construir los personajes norteamericanos (también en Banderas).

El alegato antibélico es claro, sobre todo, al tener la visión de los dos bandos y ver como ese encarnizamiento que vemos en la versión americana pierde todo su sentido al contemplar la misma escena desde el bando japonés. Es memorable, y aquí hay un guiño muy claro a La gran ilusión la obra maestra de Renoir con el descomunal Eric Von Stroheim, el momento en que el oficial japonés atiende y habla con el soldado americano herido; es entoces cuando vemos lo absurdas e irracionales que son las guerras.

Coda: ¿Cuándo juzgarán en el Tribunal Internacional de Derechos Humanos de La Haya a aquéllos, algunos incluso todavía gobiernan, que alientan y propagan las guerras sin otros fines e intereses que los suyos propios? Espero que pronto.